30 Jan
30Jan

A veces uno está acostumbrado a hacer ciertas cosas sin esperar, incluso atolondradamente. Y como siempre lo ha hecho así, no acaba nunca de aprender a hacerse espacio. No sabe esperar el tiempo necesario hasta cerciorarse de que el empleo, la persona o la asociación en la que quizás tenga intención de involucrarse son los correctos para él. Habituado a confiar de antemano y sin esperar demasiadas muestras de correspondencia, muchas veces acaba sintiéndose traicionado o incluso estafado sin caer en la cuenta de que es el miedo a perder esa oportunidad o el cariño que parece ofrecérsele lo que le precipita a una alianza que quizás no le convenga. También suele pasar que uno tampoco se da tiempo para leer las señales que a otro le indicarían precaución, las pasa por alto o las prisas le inspiran a ignorarlas a posta.

Es fascinante comprobar cómo caer en la cuenta de que quizás esa fuera la manera en la que aprendió originalmente a interactuar con otros refuerza la humildad y confiere una perspectiva mucho más calmada. Entonces se puede esperar activamente. Observar lo que va sucediendo. Dejarse sentir aquello que la experiencia nos aporta. Y en su momento, decidir más certeramente... ¡Otra maravillosa vertiente de la paciencia asociada, esta vez, a la prudente discreción!


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