Ayer me acerqué a una parte del jardín de la que estoy especialmente orgullosa. Cuando llegué aquí era una franja de arcilla dura sin recubrimiento vegetal alguno flanqueada por un seto mal cuidado. Podríamos decir que era el lado más sombrío del terreno. Primero retiré la grava con la que lo habían cubierto y con unas losas que quité de otros sitios dibujé un camino, esculpiendo, literalmente, la arcilla para vaciar los huecos en los que colocar las piedras. A ratos me sentía arqueóloga. Después fui añadiendo macetas y con gran optimismo, planté soleirolia. Un musgo amigo apareció en cuanto rompí la corteza arcillosa y empecé a añadir compost y recebo para acabar por formar una preciosa moqueta verde. Contra todo pronóstico la soleirola también proliferó. Y a base de mimo y abono el seto recuperó su vigor después de dar la bienvenida a un arce japonés que poco a poco fue perdiendo su timidez y ampliando su volumen. Debajo de él planté helechos y hiedras que han terminado por cubrir la pared de brezo que me separa de la casa de al lado. Llegar hasta ahí suele marcar el final de las visitas "guiadas" y de las tandas de riego.
Ayer me acerqué a verlo sin demasiado motivo y para mi sorpresa advertí unos hongos estrellados que no había visto nunca antes. El centro era blando y el resto carnoso. Consulté qué eran: Estrellas de tierra. No puedo encontrar una descripción más poética ni mejor recompensa al trabajo y el entusiasmo que he invertido en este jardín y que de tantas formas está floreciendo este año.
El descubrimiento me llenó de confirmaciones: Vamos por buen camino, aunque parezca lo contrario. Alguien está al mando de transformar este caos y esta decadencia en el plan perfecto de ascensión a una nueva conciencia. ¡Que así sea!