A mi me contaron que para cambiar el teatro mental propio no había más que quererlo y perseverar en ello. Y en parte el consejo es cierto. Donde creo que está la madre del cordero es en convencer a la mente empecinada de uno - que insiste en el error - para que se rinda y deje entrar un aire más fresco. Que uno llegue a asegurarse, muy muy muy mucho, de que eso que persigue con tanto ahínco es un callejón sin salida. Al menos a mí, eso es lo que más trabajo me lleva.
Es decir, confesarse a un nivel profundo, que eso que ansió toda su vida: ese amor sublime, ese reconocimiento profesional o algo tan excelso como llegar a ver florecer la justicia a su alrededor, no lo va a conseguir por sus propios medios y quizás nunca lo vea. Tal asunción puede ser devastadora y llevarle a uno a una exhaustiva revisión de sí mismo. Pero si dedica unos esfuerzos a ello podrá comprobar entonces cómo la escena si que ha cambiado. Pero no en el sentido que uno pretendía sino en el contrario. Puede hasta hasta tener la sensación de haber entrado en un tanatorio para asistir a su propio funeral. Y la percepción es ajustada: está contemplando el término de una ilusión que él mismo ha fabricado, tantas veces con un fin tan noble como el de continuar su vida lo mejor que sabía, agarrándose a aquello que creía le daba estabilidad.
Pero si uno atraviesa, con más o menos calma tanta incertidumbre, verá como el telón de su antigua percepción cae y que, poco a poco, empieza a experimentar sentimientos y lecturas de la realidad mucho más aliviadas y nítidas. Más interesantes: menos ego-centradas, más expandidas, sencillamente resolutivas. Después habrá que insistir en este nuevo cambio para no volver atrás.
Fácil no es, pero a mi esto es lo que me funciona...